LA ANARQUÍA Y LA IGLESIA
La conducta del anarquista hacia el hombre de iglesia se halla trazada
de antemano en tanto que curas, frailes y toda clase de detentadores de un
supuesto poder divino se hallen constituidos en liga de dominación, ha de combatirlos
sin descanso, con toda la energía de su voluntad y con todos los recursos de su
inteligencia y de su fuerza. Esa lucha no ha de impedir que se guarde el
respeto personal y la simpatía humana a cada individuo, cristiano,
budista, fetichista, etcétera, en cuanto cese su poder de ataque y dominio.
Comencemos por libertarnos y trabajemos después por la libertad del adversario.
Lo que ha de temerse de la Iglesia y de todas
las Iglesias nos lo enseña claramente la historia, y sobre este punto no hay excusa:
Toda equivocación o interpretación desnaturalizada es inaceptable; es más, es
imposible. Somos odiados, execrados, malditos; se nos condena a los suplicios
del infierno, lo que para nosotros carece de sentido, y lo que es positivamente
peor, se nos señala a la venganza de las leyes temporales, a la venganza
especial de los carceleros y de los verdugos y aún a la originalidad de los
atormentadores que el Santo Oficio, vivo aún, sostiene en los calabozos.
El lenguaje oficial de los papas, fulminado en
sus recientes bulas, dirige expresamente la campaña contra los «innovadores
insensatos y diabólicos, los orgullosos discípulos de una supuesta ciencia, las
gentes delirantes que proclaman la libertad de conciencia, los depreciadores de
todas las cosas sagradas, los odiosos corruptores de la juventud, los obreros
del crimen y de la iniquidad». Anatemas y maldiciones dirigidas preferentemente
a los revolucionarios que se denominan libertarios o anarquistas.
Perfectamente; es lógico que los que se dicen y se consideran consagrados al
dominio absoluto del género humano, imaginándose poseedores de las llaves del
cielo y del infierno, concentren toda la fuerza de su odio contra los réprobos
que niegan sus derechos al poder y condenan todas las manifestaciones de ese
poder. «¡Exterminad! ¡Exterminad!» tal es la divisa de la Iglesia, como en los
tiempos de Santo Domingo y de Inocencio III.