LA CONTRIBUCION DE SANGRE – LIBRO DE
FERMIN SALVOCHEA SOBRE EL ANTIMILITARISMO
INTRODUCCION
Se resiste la historiografía española
de estudios monográficos sobre las figuras anarquistas y sobre todo de su obra.
Esto explica que personajes relevantes en los acontecimientos político-sociales
sean apenas conocidos fuera del ámbito libertario.
El 1842 fue un año de especial
cronología del anarquismo europeo: nace Kropotkin, príncipe ruso de honda
influencia en los anales de la revolución libertaria, y Salvochea el gran
idealista gaditano.
Salvochea, anarquista por excelencia,
hombre de acción, revolucionario nato hasta las últimas consecuencias, para
quien su vida fue un continuo riesgo por alcanzar la justicia social. Hizo de
su existencia una revolución permanente, pues unía la solidaridad humanitaria
con la idea, la acción y la virtud. Agitador popular e infatigable que supo ser
la expresión de un pueblo en pro de la libertad y la justicia. En su físico,
era alto, delgado, resguardaba sus ojos de la luz con gafas ahumadas. El rostro
más bien alargado, con barba. Tenía un fino timbre de voz. Rasgo destacado de
su carácter era el equilibrio entre impulsos de la pasión y la serena
austeridad de su gesto y palabra. Como hombre de acción opinaba que “el brazo
alcanzaba más que la lengua”.
En Diciembre de 1868, el “año de los
tiros” o de las “barricadas” de Cádiz, junto a los braceros y jornaleros de la
comarca, reivindicaran solución para los problemas del latifundio, del
agobiante paro, la explotación de los trabajadores, el derecho al trabajo…, (a
los 128 años, continúan existiendo los mismos problemas en la misma comarca).
Su obra, “La Contribución de Sangre”,
publicada en 1901 en la biblioteca de La Revista Blanca, fue y es un clásico
trabajo antimilitarista, en él se repudia un sistema que obliga al sacrificio
de la vida por unos fines ajenos al bien común.
Fermín Salvochea y Álvarez, nace en
Cádiz el 1 de Marzo del año descrito y la carne que no su espíritu, abandona
este mundo confuso y frágil el 27 de Septiembre de 1907.
Que sirva la publicación de esta corta
y humilde nueva edición, como homenaje a la vida y obra de este prohombre del
anarquismo.
Queremos dejar constancia de que esta
obrita, no podríamos haberla sacado a la luz sin la ayuda del compañero Juan,
que nos facilitó un folleto prehistórico, conservado aun, gracias a el amor y
dedicación que él pone en todas las cosas de la idea.
Grupo Malatesta Al sur de Iberia, Marzo de 1996
Desde los más remotos tiempos el
desnivel intelectual, nacido, naturalmente, como el físico en el seno de las
sociedades humanas, y agrandado y desarrollado artificialmente después en
provecho aparente de los menos y en perjuicio de los más, primero y de todos al
fin, ha sido la causa fundamental de la calamidad que lamentamos, origen, a su
vez, de cuantos males han afligido y pesan todavía sobre los mortales.
De todos los tributos pagados por los
vencidos a los vencedores, ninguno tan odioso, tan inicuo y tan detestable como
éste: que el oprimido se preste a dar al conquistador el producto de su trabajo
y sufra la ley del vencido, se comprende, por más que se deplore, pero que
llegue hasta tal punto su abatimiento moral que se resigne a entregar a su
semejante convertido en su señor y amo, hasta sus propios hijos, cosa es que
traspasa los límites de lo racional, y que en el porvenir, se considerará poco
menos que imaginario.
Esta institución, tan repugnante como
bochornosa, nacida en la noche de los tiempos, basta por sí sola a hacer
repulsiva una civilización que con ella ha tenido la debilidad de transigir,
haciendo que el pobre mire con envidia la suerte de aquellos que, a pesar de
ser tenidos por salvajes, son mil veces más felices que los esclavos del
salario, en los pueblos que dotados, de una vanidad sin límites y de un orgullo
tan sólo comparable con su ignorancia, se proclaman a sí mismos los
portaestandartes de la civilización, las fuentes del progreso y los
depositarios del saber.
Las ideas de patria -¡como si ésta
pudiera existir para los esclavos!- unidas a las religiosas, que tanto han
contribuido al embrutecimiento y abyección de las muchedumbres, han formado una
espesa red que, durante largos y largos siglos, ha tenido a los productores de
la riqueza a merced de sus implacables y eternos enemigos, a quienes no
contentos con dar el fruto de la tierra, cultivada con sus brazos y fertilizada
con su sudor, le entregan, ¡oh desgraciados!, hasta el de sus mismas entrañas.
Y el falso, y a todas luces absurdo concepto de la propiedad, unido a las
causas anteriormente referidas, vino como vulgarmente se dice, a remachar el
clavo y a eternizar (si tal puede decirse del error, llamado a desaparecer) la
explotación del hombre por el hombre y la preponderancia del fuerte sobre el
débil.
He aquí el origen de una contribución
que es la negación de todo progreso y fuente de todos los males. Sin ella, el
edificio del privilegio y la desigualdad, amasado con la sangre y construido
con los huesos de tantas generaciones de esclavos, se vendría a tierra, como
las murallas de la ciudad de que habla la leyenda bíblica, sin que para ello
fuera necesario las vibraciones producidas por ningún instrumento, bastarían
las engendradas por la humana voz.
Puesto de manifiesto el origen
perverso, bárbaro y cruel de carga tan verdaderamente afrentosa, que degrada lo
mismo al que la impone que al que la sufre y la tolera, perjudicando a todos
por igual, porque el mal, en definitiva, a ninguno aprovecha en el fondo, aun
cuando lo parezca en apariencia. La labor que nos proponemos seguir en los
siguientes capítulos, relacionada con los medios más fáciles, convenientes y
aceptables para llegar lo más rápidamente posible a su abolición, aunque grande
si se compara con el alcance de nuestras débiles fuerzas, es sin embargo
relativamente insignificante, porque el principio de justicia en que se inspira
y la verdad en que se asienta tienen tanta fuerza y tal poder que, con ellas,
hasta la inteligencia más limitada puede avanzar, como se proponga, a llevarla
a feliz ejecución.
¿Quién habrá que no vea en el
nacimiento de la propiedad individual el origen de una fuerza destinada
constantemente a sostenerla y ampararla? Sólo esta consideración bastaría para
condenar a un régimen que, únicamente mantenido por la violencia puede
subsistir. Para sostener a los menos en la injusta posesión de lo que han
producido y de derecho corresponde a los más, está en las ciudades y en los
campos la policía. Cuando su fuerza no es bastante y la protesta individual se
torna en colectiva, interviene el ejército, sin cuyo auxilio tendría siempre comprometida
su existencia la burguesía, porque la tendencia hacia el comunismo anárquico es
tan natural y está tan en armonía con nuestra naturaleza que, a no impedirlo la
fuerza bruta, engendro de la astucia y la ignorancia, puesta a disposición de
los perversos y de los malvados, a él hace mucho tiempo habría acudido la
sociedad, como lo ha hecho, aunque con carácter temporal, en las grandes crisis
de la Historia. Que una plaza se ve sitiada, que un buque se halle detenido por
un accidente cualquiera y tenga que prolongar forzosamente la navegación, y lo
veremos en el acto aparecer. En una palabra, el ejército permanente es a la
propiedad privada lo que la sombra al cuerpo: el uno es consecuencia inevitable
de la otra. Sobre esto ya no puede haber dudas de ningún género ni vacilaciones
de ninguna clase. Que su existencia, pues, lo mismo en el interior que en el
exterior, sólo es beneficiosa a los menos, siendo, por consiguiente, un dogal
que el pueblo mismo se ha arrojado al cuello: es una verdad innegable. El
patriotismo y la religión, esas dos armas formidables que, manejadas hábilmente
por los más listos y menos escrupulosos tanto daño han causado a la humanidad,
representan un importante papel en el origen de los ejércitos.
La necesidad de defenderse, de los
animales primero y de los vecinos después, puso el arma en la mano del hombre
de la caverna, y lo que sólo debía servir para asegurar la vida independiente y
mantener la libertad, al perder su carácter popular y convertirse en una
institución, ha producido el efecto contrario, dando vida a lo que pretendía
destruir, y consolidando lo que trataba de evitar.
II
Causas que la sostienen
La propiedad individual, enemiga de la
igualdad, contraria a los inmortales principios de la fraternidad, proclamados
lo mismo por la filosofía que por las religiones, y eterna manzana de
discordia, de desolación y de ruina, tanto entre los individuos como entre los
pueblos y naciones, no hubiera podido subsistir sin el poderoso concurso de esa
abrumadora fuerza material, que las multitudes inconscientes ponen a
disposición de sus astutos e implacables enemigos. Siglos a la cuestión
económica se hubiera resuelto conforme a la equidad y a la justicia, y el
humano y racional comunismo libertario hecho una nación de todos los pueblos y
una familia de todos los hombres, a no ser por esa fuerza bruta que los mismos
desheredados ponen imbécilmente en manos de aquellos que les aprietan las
cadenas y les oprimen el corazón.
Sí; el bárbaro e inhumano capitalismo
no es más que una forma más hipócrita, y por eso también más horrible y más
denigrante, del feroz y brutal canibalismo que forma el fundamento y es la
parte esencial del sistema capitalista burgués. Que lea uno de estos que en
África o en Oceanía se comen a los hombres y pondrá el grito en el cielo,
pidiendo el inmediato exterminio de esos salvajes que nos hacen avergonzarnos
de pertenecer a la humanidad. Y si les manifestáis que otro tanto ocurre en el
seno mismo de nuestra sociedad, y que el producto del trabajo del obrero,
convertido en un capital que el rico disipa a su placer, y que, por
consiguiente, deja de servir para proporcionar a los productores los medios de
poder reparar racionalmente las fuerzas gastadas y atender a sus demás
necesidades, representa la carne que el otro salvaje se come, dirá que es una
barbaridad; pero no podrá demostrarlo, porque, en efecto, no es posible hallar
mayor analogía. Pero, aún hay más: el canibalismo primitivo tiene a su favor
algo que le falta al moderno: aquél reconocía por causa el hambre, éste, sólo
la satisfacción de torpes deseos y ruines pasiones. Con el valor que
representan las mansiones de los poderosos, habría para que ninguno careciera
de albergue; con el exceso de capital que invierten en sus trajes los
privilegiados bastaría paro evitar que nadie se viera desnudo; con el dinero
inmoderado que gasta la burguesía en comer, y en hacer gala de un lujo y una vanidad
desenfrenada; con lo que emplea en brillantes, teatros, iglesias y orgías, se
hallaría lo necesario para impedir que hubiera quien perdiera la vida, como hoy
sucede por no poder atender a las más perentorias necesidades. Y bien, si hay
alguna diferencia entre el antropófago pasado y el presente, la ventaja se
hallará de parte del primero: la miseria y la ignorancia militaban en su favor
y podían, hasta cierto punto, atenuar algo su gravedad; pero el segundo,
floreciendo y desarrollándose en el seno de una sociedad en que la producción
abunda, y que pretende ser civilizada, no cuenta con circunstancia atenuante
alguna, por el contrario, mientras más de cerca se le contempla más deforme y
odioso aparece.
Mirad con el microscopio de la
sociología, las joyas con que se engalana la burguesía, y veréis que en sus
piedras preciosas se encuentran los glóbulos rojos que faltan en la sangre de
los proletarios. Aplicad el mismo instrumento al examen de sus palacios, sus
catedrales, sus prisiones y sus cuarteles, y en la cal que se encuentra en sus
muros hallaréis la que procede de los huesos de los esclavos, de los siervos y
de los asalariados, del eterno paria, en fin, que es quien lo ha producido todo
para los demás, a costa de su salud y de su vida.
Las palabras Libertad, Igualdad y
Fraternidad, escritas en el muro, que anunciaron en el festín de Baltasar el
fin de todo un régimen, sólo risa y desprecio producen a la burguesía que,
cegada por la soberbia, halagada por el orgullo y adormecida por la vanidad, no
se da cuenta de la rapidez con que se camina hacia su inmediata desaparición.
Pero la marea sube, el descontento aumenta, las ideas de equidad y justicia se
abren paso por todas partes; las religiones ni las fronteras bastan a contener
a los pueblos encerrados en los antiguos moldes; el deseo y la necesidad de
expansión se encuentran por doquier y se hacen sentir en todo el mundo.
Si el fanatismo y la ignorancia de los
pasados siglos han podido ser causa y efecto, al mismo tiempo, de cuadro tan
desconsolador, hoy que la luz, aunque débilmente, empieza a iluminar el
entendimiento de la masa, y ésta ve disiparse, poco a poco, las brumas que
oscurecían su razón, hay sobrado motivo para, con fundamento, esperar que una
vez conocido por el pueblo las verdaderas fuentes del mal, acude en plazo breve
a aplicarle un seguro y eficaz remedio, que, aunque en primer término favorezca
sólo a él, por ser hoy el más perjudicado, en el fondo será beneficioso para
todos, libertando a la sociedad, al mismo tiempo que del brutal y opresor
militarismo, de ese cáncer inmundo que se llama individualismo imperante.
En todas las naciones los trabajadores
se agitan y se mueven, no hay pueblo alguno donde el deseo de redención no
aliente en el pecho de los oprimidos, a la sombría y triste resignación y
mansedumbre, predicadas en el cristiano templo, han sucedido las ideas de
rebeldía y emancipación, sembradas por los pensadores antiguos y modernos en el
seno de las muchedumbres; caminamos hacia el ideal, y a poco que la suerte nos
favorezca, saldremos de una vez para siempre del templo de las tinieblas, y
penetraremos en el de la luz. Negro ha sido el pasado, pero brillante es el
porvenir. Adelante, pues, y con el ánimo firme y sereno, resolveremos el gran
problema, conquistando para la presente y futuras generaciones, el bien de que
carecieron las pasadas. Sólo de este modo dejaremos cumplida nuestra misión
civilizadora, sólo así dejaremos impresa una huella en la historia que no se
borrará jamás, porque anunciará a la humanidad del porvenir el término de la
esclavitud y el principio de la libertad. La muerte del capitalismo y la
autoridad, y el triunfo del comunismo y la anarquía.
Lo que debe y puede hacerse para
llegar a tal resultado, lo manifestaremos en el siguiente capítulo.
III
La acción
Ya distinguidos y eminentes escritores
se han ocupado extensamente de la plaga del militarismo, y nosotros también, en
un modesto trabajo sobre el desarme (1), convinimos con nuestros ilustres
predecesores en que, en verdad, no el clericalismo, como decía Gambetta, sino
aquél, era la causa principal de todos nuestros infortunios y piedra angular
sobre que hoy descansan el viejo y vacilante edificio capitalista.
En los Estados Unidos no hay iglesia
oficial: los hebreos, los budistas y los cristianos sostienen sus respectivos
cultos, sin que el Estado intervenga ni se mezcle para nada en el particular;
sin embargo, gracias a la fuerza material, el contraste entre la riqueza y la
miseria es allí mayor, si cabe, que en Europa. Y como en aquel país no existe
la contribución de sangre, como sucede en la mayoría de las grandes potencias
de nuestro continente, alguno pudiera pretender deducir de este hecho que, aun
suprimido el servicio obligatorio, todas las clases privilegiadas encontrarían,
como sucede en dicha nación y en Inglaterra, proletarios que las defendieran
con las armas en la mano contra los desheredados y hambrientos. A semejante
argumentación contestaremos lo siguiente:
Si la propaganda comunista, ya
representada por el comunismo anarquista o por el autoritario (pero comunismo
al fin) del partido obrero, hubiera alcanzado allá la fuerza y la importancia
que tiene en Francia y Alemania, por ejemplo, es bien seguro que el problema,
si no resuelto de una vez, se hallaría muy cerca de su solución. La mayor
cultura relativa del soldado voluntario, comparada con el forzoso, y la
imposibilidad de que el número de los primeros pueda llegar nunca a donde
actualmente se eleva el de los segundos en las naciones referidas, es una
garantía de que a la supresión de la odiosa contribución de sangre, seguiría en
las grandes potencias continentales primero, y en el mundo entero después, una
completa y radical transformación de la propiedad, en el sentido ya indicado, y
con ella el término de la esclavitud y la miseria, la ignorancia y la
desigualdad.
Si hasta la misma burguesía se dispone
a negar su óbolo a los que no han sabido defender sus intereses; si una mitad
de los privilegiados se revuelve y embiste contra la otra mitad; si la clase
media se dispone a reñir fiera batalla por la única y exclusiva cuestión que
puede hacer despertar de su letargo, por los céntimos, lógico y natural será
que los humildes, los parias, los siervos de todas las épocas y los esclavos de
todos los tiempos se nieguen a su vez a entregar a sus hijos para que no se
conviertan en sus propios verdugos; que no permitan por más tiempo que su misma
sangre sea la que se interponga entre ellos y el producto de su trabajo; entre
los que tienen necesidades y los medios de satisfacerlas; entre el rico y el
pobre. En fin, cuando los que han nacido en el seno de la clase desheredada u
oprimida no pueden ponerse al servicio de los primeros sin cometer la mayor de
las indignidades y la más espantosa de las villanías. ¿Será posible que
mientras los unos tengan energías suficientes para negar su dinero al Estado,
carezcan los otros del valor necesario para no dar sus hijos? ¡Horroriza el
pensarlo!
A los que digan que el ejército sirve
para defender al país y garantizar su independencia, contestadles que, para
obra semejante, se bastan los pueblos a sí mismos, como lo atestigua en sus
páginas la Historia y como lo demuestra lo que a diario ocurre en nuestros
días.
Ved lo que pasa en el Sur de África:
dos microscópicas repúblicas, que apenas figuran en el mapa, han puesto en
grave aprieto a una de las naciones más poderosas de la tierra; dos pueblos,
pequeños por el número de sus habitantes, pero grandes por el amor a su
libertad e independencia, se han opuesto con heroica energía a la fuerza
grandiosa del soberbio invasor, y los hombres, las mujeres y los niños, el
pueblo en fin, sin plumeros, sin galones y sin cintajos, desprovisto de todo lo
que el enemigo le presta un aspecto teatral, pero animado de un espíritu que
jamás se podrá encontrar entre los defensores de la opresión y la tiranía, ha
hecho ver al mundo, una vez más, la diferencia que existe entre combatir por
razón y luchar en su contra.
Creían los gobernantes ingleses que lo
ocurrido a España era debido a la degeneración nacional, y ahora reconocerán el
error, se habrán convencido de que, en las repúblicas africanas, como en Cuba,
Filipinas y Creta, los defensores de la independencia y la libertad tienen una
inmensa superioridad sobre su adversario. Este gran fracaso moral de Inglaterra
es una dura lección que no han de desatender los opresores, y que debe alentar
y fortalecer al oprimido: ella demuestra que ningún contrario es despreciable,
como tenga de su parte a la razón.
Hoy, las dos repúblicas hermanas del
Continente Negro y la filipina, en la Oceanía, mantienen bravamente la guerra
contra dos naciones de un poder colosal. A su lado se hallan las simpatías del
mundo entero; y tal es, afortunadamente, en nuestros tiempos la fuerza
incontrastable de la razón, que, tanto en Inglaterra como en los Estados
Unidos, millares de voces se levantan protestando contra esa barbarie y
solicitando para todos justicia y equidad.
Lo que sigue, y que revela cómo juzgan
nuestros compañeros ingleses la actual guerra, lo traducimos de la valiente
revista Freedom, correspondiente al mes de abril del año actual (1900):
"El resultado de esta guerra es
bien conocido. Más de 18.000 hombres fuera de combate (3.000 prisioneros y
15.000 entre muertos y heridos en el campo de batalla y bajas a consecuencia de
las enfermedades), son las pérdida que ha sufrido este país para quebrantar la
primera línea de defensa de los boers: la que habían trazado en territorio
británico, por medio de la cual han evitado, durante cuatro meses consecutivos,
que una potencia de primer orden, con 38 millones de habitantes, y apoyada por
sus colonias, invadiera su territorio. Y si a estas pérdidas se le agregan las
de aquéllos, apreciándolas tan sólo en una mitad, se verá que 8.000
agricultores boers han sucumbido, sólo por querer que los dejaran labrar sus
tierras y hacer productiva una parte del planeta, de cuyo motivo nadie había
querido o podido ocuparse jamás.
Más de 25.555 hombres han sido
sacrificados durante el primer acto del drama, a la desmedida ambición y
codicia de los Rotschilds, de los De Beers, los Rhodeses, los Chamberlains y
otros vampiros internacionales, dueños de Londres y de otras capitales
europeas.
¿Cuántos miles más habrá que
sacrificar, ahora que los boers se han replegado a su segunda línea de defensa,
trazada en su propio país, y que las mujeres y los niños les ayudarán a
defender?"
"En el campamento abandonado
recientemente cerca de Arondel, se encontraron artículos femeninos de todas las
clases y hasta biberones para criaturas que se habían dejado a la espalda. Aun
fuera de su propio territorio, en la Colonia del Cabo y en Natal las mujeres
boers han participado, al lado de los hombres, de todos los rigores de la
campaña. En todos los ejércitos se considera como una tercera parte el número
de soldados mecánicos; pero cuando un pueblo acude a las armas para defender su
independencia, todos tienen que combatir, y las mujeres boers con sus hijos al
pecho, se hicieron cargo de guisar el rancho, cuidar de los caballos, cargar y
descargar los carros y hacer toda clase de trabajo, mientras los hombres
estaban en las trincheras".
"Esto ocurría en la primera línea
de defensa: pero ahora que tienen que defender la segunda en su propio país, es
indudable que hemos de ver a las mujeres, fusil en mano, defendiendo las
trincheras, en las cuales ya hay muchachos hasta de diez y seis años de edad,
entre tanto que los más pequeños (de diez a quince) se ejercitan tirando al
blanco, como hemos visto en una fotografía tomada por un ruso en el Transvaal.
Ahora sus madres se unirán a ellos; desde el principio de la guerra han estado
pidiéndole a Krüger que les permitiera formar legiones de mujeres, y éste se vio
compelido a prometer que acudiría a ello si los enemigos invadieran la
nación".
"Esas mujeres pueden ir sin temor
a las trincheras: no oirán jamás de sus padres y de sus hermanos una palabra
que pudiera ofender sus oídos, pues no teniendo que tratar con aquellos a
quienes el cuartel desmoraliza y corrompe, serán recibidas como madres y
hermanas".
Por los anteriores fragmentos se
observará que en Inglaterra, como en todas partes, hay gentes que anteponen a
todo, el culto a la Razón y la Verdad.
Si los obispos y los curas que, en
interés de la burguesía, ponían medallas y cruces, escapularios y amuletos, en
el pecho de su juventud inocente, condenada a no volver más a su país y dejar
sus huesos lejos de los hogares de sus padres y de sus hermanos, hubieran
tenido que compartir con el hijo del productor las consecuencias de la lucha y
los sufrimientos de la campaña, ¡de qué modo tan diferente hubiesen procedido!
Por favorecer los bastardos intereses de los poderosos no vacilaron en
sacrificar a los humildes, abusando de la ignorancia y de la credulidad de
éstos para mandarlos a una muerte segura. ¡Grande es, en verdad, la
responsabilidad de esos hombres que pretendiendo ser los defensores de la
moral, de modo tan contrario a ella se han conducido!
Si alguien os dice que se ha de
considerar como una desgracia la emancipación de las colonias, contestadle que
no tenemos dos pesos ni dos medidas, y que, queriendo como queremos para
nosotros la independencia y la libertad, la deseamos igualmente para todos los
pueblos de la tierra; que el mundo es nuestra patria; nuestros hermanos los que
defienden en todas partes la libertad; nuestros enemigos los que luchan al
servicio de la opresión y la tiranía. A estos grandes y eternos principios de
la justicia, y que son los que hicieron inmortal a la Francia del 93, y que han
inspirado siempre a los autores de las verdaderas revoluciones, debemos
adherirnos, dispuestos, si es preciso, a sucumbir en su defensa o a bañamos en
su brillante luz. Que el temor a la muerte no será nunca bastante a imponernos
una existencia ruin y desgraciada; porque vivir no es vegetar, y cuando la vida
se reduce sólo a eso, entonces su pérdida no deberá ser nunca mirada como una
fatalidad.
Pero la libertad de Cuba y Filipinas,
como todo lo que se realiza en armonía con los grandes principios de justicia y
equidad, ha resultado un bien para todos; para sus habitantes, porque han
logrado verse libres de la denigrante dominación extranjera, cosa depresiva y
humillante que ningún pueblo culto debe tolerar; para los trabajadores de la
Península, porque ya no tendrán que pasar por el intenso dolor de ver partir a
sus desgraciados hijos para esos lejanos países, en donde muchos perdían la
salud y un número considerable la vida; y para los mismos causantes del mal,
porque, no estando esas islas ya a su alcance, tendrán por fuerza que ser menos
malvados y menos perversos de lo que han sido hasta el presente, con lo cual
queda demostrada la verdad de nuestra afirmación.
Resta un punto por tratar, sobre el
cual los partidarios del pasado pretenden levantar una barrera que nos detenga
en nuestro camino y al que dan una importancia excepcional: la grandeza de la
nación. Partiendo de la base falsa de que la importancia de los pueblos ha de
medirse por kilómetros cuadrados y no por la cultura e ilustración de sus
habitantes, proclaman nuestra decadencia, vecina de próxima ruina, como
consecuencia lógica, fatal e inevitable de la desmembración del territorio.
Pero, los que así discurren, olvidan que los hechos, con fuerza abrumadora,
vienen a comprobar lo contrario. ¿No venció el pequeño Japón a la mayor nación
del mundo, a la colosal China? ¿Cambiaría un belga su nacionalidad por la de un
ruso? ¿Se cree, por ventura, Suiza inferior a Turquía, o Portugal y Holanda
menos importantes que Marruecos? De ninguna manera.
Y en cuanto a las colonias, diremos,
para terminar, que su posesión tiene que ser, como todo lo fundado en la
violencia, necesariamente pasajera. Si el gran imperio británico, que
rápidamente marcha hacia la confederación, no hubiera, con el talento práctico
que distingue a sus habitantes, dado poco menos que la independencia a sus
colonias de América y Oceanía, el Canadá y Australia ha tiempo que la tendrían
ya por completo. Dejémonos, pues, de llorar grandezas imaginarias y desdichas
ilusorias, y para evitar en el porvenir lo que ha sido posible en el pasado,
procuremos hacer que el pueblo abra sus ojos a la luz y comprendiendo que él
es, en último término, el verdadero autor de tantos males, pues sus propios
hijos y no los privilegiados son los sostenedores del sistema capitalista, se
niegue de una manera firme y resuelta, a seguir pagando esa inicua contribución
de sangre, causa de tantas desdichas y manantial inagotable de miseria y ruina.
La cooperación de la mujer en esta
empresa sería de mucha importancia: ella podría, al echar su peso en la
balanza, decidir en un día de la suerte y de los destinos de la humanidad. Lo
que inútilmente ha pedido en todas las lenguas y en todos los ritos, a los
seres sobrenaturales, producto de sus infantiles creencias, lo vería en un
momento, y como por encanto, realizado, a condición tan sólo de una cosa:
querer. De ella depende que el sueño de Tolstoi, de que tan sólo por
resistencia pasiva se transformase la sociedad, se convirtiera en hecho, y la
deliberación del esclavo moderno se hiciera sin que derramase ni una gota de
sangre, ni una lágrima. No facilitando sus hijos a los explotadores, la
explotación terminaría.
Recuerdo a este propósito que cuando,
casi a diario, las madres de los prisioneros hacían manifestaciones pidiendo al
gobiemo que se interesara por su rescate, el gobernador de Madrid, según
dijeron entonces los periódicos, las increpó diciendo: "¿Por qué los
dejaron ustedes ir?" Palabras que debieran esculpirse en mármoles y
bronces, o mejor aún, grabarse en la frente de todas las vírgenes y en el
corazón de todas las madres.
Y, sin embargo, aquellas desgraciadas
podían haberle contestado al representante de la autoridad: "Si no nos
hemos opuesto, como era nuestro deber y como hubiera sido nuestro deseo, a que
tal barbaridad se consumara, es porque nuestra educación, nuestras costumbres y
nuestras creencias, se han interpuesto entre nuestros hijos y nosotras; no es
nuestra, pues, la responsabilidad, sino de una sociedad que, en vez de ilustrar
a sus miembros, parece que, al contrario, se complace en tenerlos embrutecidos
y esclavizados." Y todos tendrían razón: él y ellas. La responsabilidad es
de todos, es decir, no es de nadie. Siendo, como somos, deterministas
convencidos, no podemos juzgar con un criterio al individuo y con otro a la
colectividad; si aquél es irresponsable ésta debe serlo también.
Los mercaderes arrojados a latigazos
del templo, han vuelto a apoderarse de él; los defensores de la justicia suben
hoy al cadalso, como hacen diecinueve siglos, recibiendo la muerte en pago a su
amor a la humanidad, gracias a la ignorancia del pueblo.
Pero por lo mismo que nadie es
responsable de nada, los que conozcan la verdad deben no perdonar esfuerzo o
sacrificio alguno para hacerla llegar hasta el seno de la sociedad, adormecida
en los brazos de la superstición, el fanatismo y la ignorancia, trinidad
terrible, de donde han emanado cuantos males han afligido y agobian todavía al
ser humano.
Hay que trabajar con fe y energía, con
entusiasmo y con firmeza, con constancia y valor, hasta conseguir que el pueblo
despierte y en vez de ser un instrumento ciego en manos de los explotadores y
verdugos, se convierta en un vasta aglomeración de seres conscientes,
dispuestos a combatir siempre y en todas partes el error, y a defender y a dar
la vida, si es necesario, por el triunfo glorioso de la Justicia y la Verdad.
Grande será nuestra alegría si
llegamos hasta la meta de tan hermosas aspiraciones; pero si la suerte
determinara lo contrario, si estuviésemos destinados, como tantos otros, a
marcar con nuestros huesos el camino que conduce a la humana redención, con la
satisfacción que hemos experimentado al aportar nuestro pequeño grano de arena
a la obra del bien universal, nos consideraríamos largamente recompensados por
el trabajo realizado o el sacrificio hecho, trabajo y sacrificio que, en vez de
causarnos dolor, sólo nos ha producido placer, y que, por consiguiente, ni el
nombre merecen de tales.
Como decía no ha mucho nuestro
compañero Faure, la palabra hablada y escrita son como las hojas y las flores
del árbol, cuyo fruto es la acción.
Los padres que se nieguen a entregar a
sus hijos en pago de esa contribución brutal, y los jóvenes que, como los de
Montpellier en Francia, y los de otras poblaciones, tanto francesas como
alemanas, italianas y rusas, que han dado ya los primeros pasos y servido de
saludable ejemplo, se resisten a ingresar en el ejército y tener por morada el
cuartel, habrán hecho tanto por acelerar el triunfo de la idea como el más
elocuente de nuestros oradores o el mayor de nuestros filósofos.
Si las fuerzas de los desheredados
resultaran, a causa de tantos siglos, de esclavitud y postración, débiles
todavía, para tal empresa, forzoso será que aguardemos a que nuestros hijos
concluyan la obra que no hemos sabido o no hemos podido terminar.
Como decía Barcia, "lo que debe
arder, arde, lo que debe suceder, sucede, lo que debe pasar, pasa". Eso es
indudable; pero no se opone a que hagamos por nuestra parte todo lo posible
porque lo que arda, suceda y pase, sea en bien del pueblo y no en su daño Y
como hace notar nuestro gran compañero Kropotkin: "el día que los soldados
miraran a la cara a sus jefes, éstos envainarían sus espadas y darían por
terminada su misión".
El enemigo está ya convencido de que
su poder termina, y nuestros amigos saben que hoy el triunfo es seguro. La
revolución, hecha en la actualidad en las ideas, sólo espera la acción para tomar
vida y forma corporal, para estar viva.
IV
La iniciativa individual
Muchos aparentan estar dispuestos a
hacer algo, si hubiera otros que los acompañaran, y hay quien va más lejos
todavía, agregando que no es posible hacer nada mientras todos no se hallen
resueltos a realizar algún acto, por pequeño e insignificante que sea. Los que
así discurren, olvidando que el individuo es anterior a la sociedad, y que sólo
la frecuencia e importancia de la acción individual es lo que puede determinar
la colectiva, no ven que no se puede llegar jamás a ésta sin haber pasado antes
por la otra. La intensidad de los actos de protesta y la rapidez con que se
sucedían, agitando y conmoviendo en todas partes la opinión, eran indicios bien
seguros que anunciaban, antes de que estallara la revolución francesa, su
próxima e inevitable aparición. Lo mismo sucede en el orden físico. ¿Habéis
visto alguna vez realizarse algún cambio atmosférico con el cielo puro y
despejado? Primero una nube, en apariencia sin importancia, se presenta sobre
el horizonte; otra y otras le siguen; el viento fuerte y cálido que les impulsa
anuncia al navegante que se acerca la tempestad, la cual, convertida en ciclón,
barre cuanto encuentra a su paso; y mientras el huracán nivelador echa por
tierra todo aquello que pretende ser monumental, la chispa eléctrica,
secundando su acción, destruye el campanario y quebranta a la iglesia,
burlándose del ídolo que está sobre el altar.
Al oír hablar del crecido número de
compañeros que algunos optimistas suponen existir en una región o localidad
determinada, siempre se me ocurre preguntar: ¿Qué hacen? Nada. Pues entonces
seguiremos alejados de la revolución, cuando ella se aproxime, ya lo anunciarán
los acontecimientos.
Pini, Ravachol, Caserio, Pallás y
todos los que han dado la vida por la idea, son como esas burbujas de aire que,
subiendo desde el fondo de la masa líquida y estallando al llegar a la
superficie, anuncian que el estado del agua, sometida a la acción del calor, se
empieza de un modo sensible a alterar. ¿Aumentan las burbujas? Pues la
ebullición se aproxima. ¿No? Pues tenemos todavía que aguardar. Así como el
termómetro, el barómetro, el manómetro, el pluviómetro y el taquímetro anuncian
diferentes estados y movimientos de la materia, así la importancia, en todos
sentidos de la acción individual, da a conocer la situación en que nos hallamos
con exactitud admirable. Por eso el héroe de la popular novela de Bellamy (2),
que tan gran circulación alcanzó en América, tenía que apelar al hipnotismo y
tener por dormitorio un subterráneo, para verse libre del ruido y de la
agitación, precursores de la Revolución Social.
Negarse, pues, a seguir soportando por
más tiempo imposición tan depresiva, es obrar con arreglo a los principios y
acelerar el momento anhelado de la liberación.
Que cada uno cumpla con su deber,
aportando su concurso a la obra del bien general, y la acción individual se
tornará pronto en colectiva, sin necesidad de concierto ni organización. No
quiere esto decir, sin embargo, que se deba sistemáticamente prescindir de
agruparse y entenderse en todo aquello que el individuo aislado sea impotente
para realizar. Claro es que si en una localidad la idea estuviera tan extendida
que todas las familias se negasen a pagar la contribución de sangre, eso sería
mucho mejor que si el número de las que adoptaban semejante resolución fuera
limitado; pero, aunque no hubiera más que una, ésta, en mi concepto, debería
dar el ejemplo, aceptando con noble ardimiento todos los peligros que vinieran
naturalmente aparejados a tal empresa, así como el triunfo y la gloria de su
iniciación.
Cuando el 62 entré yo en quinta, me
llamaron repetidas veces al Ayuntamiento, sin resultado alguno, pues había
formado el deliberado e inquebrantable propósito de realizar un acto de
propaganda (por el hecho al que siempre he tenido gran predilección) contra la
contribución referida. Y cuando después supe que había salido soldado, le
manifesté a mi padre mi propósito, suplicándole no me liberara; pero él, no
comprendiendo, o aparentando no comprender, todo el alcance de la iniciativa
individual, y atento sólo al bien del momento, resolvió lo contrario, bastante
a pesar mío.
Después de los recientes descalabros,
¿quién dudará que esos numerosos ejércitos permanentes sólo son eficaces contra
el pueblo mismo, mar de cuyo seno han emergido y en cuyas aguas, más tarde o
más temprano, han de venirse al fin a sumergirse? Sobre esto, radicales,
socialistas y anarquistas, todos estamos conformes, existiendo entre todas las
fracciones una rara unanimidad. El terreno está, pues, abonado, y preparado
para la acción; y los que den el primer paso han de tener en su favor la fuerza
potente e incontrastable de la opinión pública. Hasta los más tímidos e
irresolutos, aun aquellos que tienen miedo de decir lo que piensan, aplaudirán
en su fuero interno la audacia y la energía de los que primero rompan el hielo
y ataquen en su base la fortaleza que sirve de escudo al enemigo implacable del
obrero, al dios de los explotadores y tiranos, a la causa de todo mal y al
origen de todo dolor, en una palabra: al capital.
Se dirá que somos cobardes; que
preferimos vivir a desaparecer; y que, el temor a la muerte, natural en el
hombre y en el bruto, nos retiene ligados de pies y manos en poder de nuestros
adversarios, a disposición de nuestros verdugos. Lo cual es indudable, y no
pretendemos negar que es, hasta cierto punto, la verdad. Pero, ¿no dice nada en
contra suya el número, siempre en aumento, de personas de ambos sexos y de
todas las edades que buscan en la muerte la liberación y el remedio supremo de
sus males? No hace mucho leí que, en un sólo día, se habían suicidado en
Londres quince personas: apenas pasa uno sin que en las grandes capitales se
registren dos o tres casos; pero la influencia de la nueva idea aún no han
alcanzado la corriente del suicidio; cuando llegue a ella, veremos operarse una
transformación gigante y colosal que conmoverá los cimientos de la sociedad
misma.
El suicida, en vez de buscar los
lugares más solitarios y sombríos, o encerrarse en su habitación, como hoy
sucede, para poner fin a su existencia, elegirá el seno de la sociedad
capitalista; y en medio de la orgía y del festín de los privilegiados; allí
donde éstos se entregan a sus goces y a sus placeres, indiferentes al dolor
ajeno, hará vibrar la nota lúgubre, recordando a aquellos insensatos que están
cometiendo un crimen de lesa humanidad, y que esas riquezas que tan locamente
disipan con tan ostentosa prodigalidad, están amasadas con el sudor y la sangre
de los infelices productores y regadas también con sus lágrimas.
Que esto no sólo puede y deba ocurrir
dado el estado de la sociedad, sino que, aquí y allí ya ha sido causa de
tragedias terribles, no es un secreto para nadie. Al trabajar, por
consiguiente, porque con motivo de la contribución de sangre, la cuestión
social se plantee, si tenemos en primer término el interés del obrero, del
esclavo del salario a la vista, abrigamos al mismo tiempo la firme creencia y
la profunda convicción de que, el cambio, ha de ser útil y provechoso para
todos. ¿Acaso no se ven entre los que parecen haber resuelto el problema de la
felicidad, cosas que horrorizan? Los hijos que desean la muerte de sus padres,
¿no son moneda corriente, tratándose de la alta burguesía? Hermanos que
pleitean con hermanos y hasta hijos que hacen lo mismo con sus madres, se
encuentran en esta sociedad a cada paso.
A todos por igual alcanzará la
redención, porque todos la necesitan; desde la infeliz obrera que contrae la
tisis algodonera, encerrada entre los muros de las grandes fábricas, hasta esas
desgraciadas a quienes el dinero las ha hecho caer en el lazo tendido por el
egoísmo y la ambición, y que, cual la luciérnaga, al brillo de su luz han
debido su eterna desgracia y su ruina, viéndose condenadas a vivir con un
miserable que, aparentando querer conquistar su corazón, sólo acudía atraído
por el oro. O esas criaturas infelices, que por librar a los suyos de la
miseria negra se han sacrificado, con verdadero heroísmo, entregando su cuerpo
al mejor postor, como se vende la res en el mercado, y renunciando para siempre
a las satisfacciones y goces naturales.
Así como en los parajes húmedos y
sombríos se desarrollan y propagan los microbios del tétano y de otras muchas
enfermedades, a la sombra maléfica del sistema capitalista nacen y crecen las
más bajas y ruines pasiones, y los más groseros y despreciables sentimientos.
Ante la idea del acrecentar el capital y de aumentar las fuentes de su ingreso,
todas las demás palidecen y pierden importancia.
Muere un médico de alguna reputación y
de una regular clientela; pues hasta sus mismos condiscípulos y amigos de la
infancia, que parece natural debieran sentir y deplorar su pérdida, tienen, a
pesar suyo, que alegrarse al pensar que, de esa herencia de enfermos que aquél
lega sin poderlo evitar a la clase, es más que probable le venga a tocar una
parte. Y otro tanto puede decirse del comerciante, del industrial y del
banquero. La muerte del general es recibida con júbilo por los coroneles, la
del obispo por los canónigos, la del magistrado por los jueces, y hasta la del
verdugo causa satisfacción y regocijo entre aquellos que humildemente aspiran a
ocupar tan elevado puesto. ¡Hasta tal punto la lucha incesante y encarnizada
entre el estómago y el corazón nos ha corrompido y degradado a todos: a todos,
sí, porque no hay nadie que pueda tirar la primera piedra; ninguno que en
absoluto esté en condiciones de decir que se halla verdaderamente libre del
mal! Siendo la causa de índole social, natural es que las consecuencias lo sean
también. Lo contrario estaría reñido con la lógica y con el sentido común,
sería inconcebible y absurdo, inexplicable e irracional.
En apoyo de lo manifestado citaré un
caso que, aunque en el fondo no tiene nada de original, por los detalles hizo
que se fijara la atención en él.
Un amigo mío, hijo único de un título
que se hallaba en una posición regular, no tenía más vicios que el tabaco, el
juego y la bebida; pero tan profundamente arraigados, que mientras el primero,
ayudado por los segundos, le hacía contraer una afección pulmonar, que en plazo
no lejano había de poner fin a su existencia, los otros dos lo quebrantaron
tanto moralmente, que su padre lo echó de su casa, diciéndole que no se
acordara más de él.
Del juego es posible curarse, y tal
vez mi amigo lo hubiera conseguido, a no ser por los funestos efectos del
alcohol que, atacando el cerebro y debilitando sus facultades intelectuales,
hacía imposible la esperanza de salvación. Ya en la pendiente, y sin nada que
pudiera contenerlo ni atenuar en parte la caída, caminaba con rapidez asombrosa
hacia un desenlace fatal. Como su situación económica era cada vez más
deplorable, agotadas las fuentes del crédito, apeló al extraordinario y
repugnante recurso de firmar documentos pagaderos a la muerte de su padre,
recibiendo cantidades relativamente insignificantes, por las que había de
abonar sumas enormes; y como los usureros, que entienden poco de patología, no
veían que aquella vida se apagaba, y el negocio les parecía excelente, no
dejaban de proporcionarle recursos en las leoninas condiciones mencionadas.
Pero llegó un día en que su existencia, que el desequilibrio social había
conducido a la desgracia por el camino que para las gentes superficiales debe
terminar en la felicidad, se extinguió por completo, con aterradas sorpresas
para los inhumanos vampiros que no podían explicarse cómo un hijo, que tantos
pagarés había firmado y cuya futura fortuna ya ellos se habían distribuido,
bajara a la tumba antes que su padre.
La presencia de aquellos buitres en el
entierro de esa pobre víctima de la desigualdad, imprimió al fúnebre acto un
carácter acentuadamente cómico y como en Cádiz no escasean las gentes de buen
humor, las puyas y las indirectas que llovían sobre los usureros despertaban la
hilaridad, convirtiendo el sepelio en comedia macabra.
Pero si se descarta el asqueroso detalle
da la usura, ¿a cuántos no ha alcanzado o le espera igual fin en esa sociedad
corrompida?
¿Habrá quien dude todavía respecto a
la necesidad imperiosa de un cambio que ha de ser beneficioso para todos? No es
posible creerlo.
Lo que acabo de referir, trae a mi
memoria otro recuerdo que he de dar a conocer, y que, por ser de índole
diametralmente opuesto, puede servir de pendant al anterior. Él da, aunque
débilmente, una ligera idea de lo que puede ser la sociedad regida por el
principio comunista, bajo cuya benéfica acción todas las rivalidades se
extinguen, todos los odios se concluyen, todas las asperezas se suavizan y
todos los antagonismos desaparecen. Un ejemplo de comunismo anárquico en un
presidio no es cosa que ocurre todos los días, y por su originalidad inesperada
es por lo que lo voy a relatar. El otro hizo ver hasta qué punto la lucha de
uno contra todos y de todos contra uno, lema del principio capitalista, puede
causar la infelicidad y aun la muerte de los mismos privilegiados; éste demostrará
que aun entre las personas desprovistas de ilustración y de cultura, la
solidaridad y la armonía de intereses, que el comunismo trae consigo, justifica
los caracteres y nos dispone a todos para la práctica del bien.
Como en aquella época (marzo del 82)
sobraba siempre rancho en el Peñón, compró el gobernador, con un dinero ganado
por los presos en la descarga, una ternenerita primero, que se cebó
rápidamente, y una vaca después, la cual se hallaba tan demacrada, pobre y
flaca que apenas podía tenerse en pie, y parecía enferma y próxima a expirar;
pero la gente del campo dijo que estaba buena y que lo que tenía era hambre; y,
efectivamente, como las reses de los moros son muy mansas, pues generalmente se
crían en las casas entre la familia, el animal andaba por el patio como un
perro, acercándose a todo el que comía, solicitando un pedazo de pan, y
mientras que a las gallinas las despedían algunos con cajas destempladas,
diciéndoles: "Id y que el amo os dé de comer", a la vaca, que no
tenía dueño, porque era de todos, se le mostraba una marcada predilección.
Los inteligentes acertaron: la salud
del animal no dejaba nada que desear, y en pocos días cambió de aspecto y se
empezó a regenerar y robustecer. Pero una tarde estalló una violenta tempestad,
y una torrencial lluvia estuvo cayendo toda la noche. El patio del presidio no
ofrecía resguardo alguno, y como la vaca aún estaba endeble, aquella noche de
agua y viento le causó un efecto deplorable, poniendo en peligro su existencia.
Uno de los primeros que bajaron al patio al día siguiente, viéndola temblar,
presa de un frío intenso, causado indudablemente por la fiebre, corrió al
dormitorio, y cogiendo su manta, sin pensar si le haría falta aquella noche,
voló a cubrir con ella a la enferma, en torno de la cual se habían agrupado
casi todos los pastores y hombres de campo, que no eran muchos, pues el total
de los presos no pasábamos de ochenta. No todas las opiniones estaban conformes
respecto a la índole de la enfermedad, y al preguntar yo a los que parecían más
inteligentes en la materia lo que juzgaban más oportuno que se hiciera, dijo
uno: "Que llamen al tío Juan." Y aún no había acabado de pronunciar
estas palabras, cuando un muchacho se destacó del grupo, volviendo al poco rato
acompañado de un viejecito, a quien todos miraron con respeto y escucharon con
atención. Éste, después de reconocer detenidamente a la pobre bestia,
diagnosticó la enfermedad de pulmonía, y dispuso en su consecuencia, el
tratamiento que, seguido al pie de la letra y secundado por los cuidados y el
interés de que era objeto el animal, vino a confirmar el pronóstico, y a los
pocos días todo peligro había desaparecido y la vaca volvía a reponerse y
engordar de nuevo. Si hubiera tenido dueño, todos, a excepción de él, o al
menos la mayoría, la mirara con indiferencia y desprecio; pero como no lo
tenía, y era, en cambio, de la colectividad, en vez de una sola persona, fueron
todas las del penal las que se tomaron un vivo interés por la res y cooperaron
a su restablecimiento. No habiendo autoridad a quien obedecer, las indicaciones
de la experiencia y el saber fueron escuchadas y llevadas a la práctica al
momento; la armonía entre todos los interesados en la empresa no se turbó jamás
y ese pequeño ejemplo práctico de comunismo anarquista nos hizo ver, con gran
elocuencia, lo que de tales principios puede y debe esperar la sociedad el día,
no lejano, en que le sea posible ponerlos en acción.
Los anteriores y convincentes ejemplos
demuestran hasta la saciedad que, en tanto que en el régimen capitalista ni aun
los privilegiados pueden sustraerse a su influjo funesto, en el comunismo
sucede al revés, llegando hasta a los animales su redentora luz.
Si alguno creyera que todo esto nada
tiene que ver con la contribución de sangre, se equivocaría por completo; pues
cuanto tienda a demostrar la superioridad del comunismo sobre el sistema
contrario, al aumentar el número de los enemigos del régimen burgués, les dará
más confianza en sí mismos, más valor y más energía, concluyendo por hacer
práctico y posible lo que de otra suerte se hubiera tardado mucho más tiempo en
realizar.
Antes de dar por terminado este
trabajo, que si no merece tal nombre por su valor, le corresponde, sin embargo,
por el que a mí me cuesta el hacerlo, he de decir, aunque no sea más que dos
palabras sobre un punto que considero de bastante interés y sobre el cual hay,
generalmente, prejuicios persistentes y erróneas ideas. Me refiero a la
supuesta tendencia al mal de la naturaleza humana. No negaré que en la manera
instructiva con que el niño persigue a la mariposa en su bobo deseo de
apoderarse de todos los organismos inferiores que le rodean, se nota claramente
la fuerza de la herencia y el lazo que nos une con nuestros antepasados los
demás animales, entre los cuales se encuentra nuestra humilde cuna, según ha
demostrado la antropología echando por tierra las ridículas historias
referentes a nuestro decantado origen sobrenatural, que, no hallando en la
ciencia ninguna seria refutación hasta este siglo, ha venido siendo durante una
larga serie de ellos valladar contra el que se estrellaban los amigos de la
verdad y los partidarios del proceso humano. Al inmortal Lamarck, que el año
1800 encendió esa gran luz que se llama transformismo, corresponde la gloria y
el honor de obra tan colosal, grandiosa y gigantesca.
Pero si eso se observa en la infancia,
no es menos evidente que el apoyo mutuo que en tan alta escala se encuentra ya
desarrollado en los animales, como lo ha demostrado nuestro ilustrado compañero
Kropotkin en trabajos interesantísimos, nos predispone y prepara fuertemente y
de modo efectivo para la práctica de la solidaridad, hacia la que todo adulto
de mediano desarrollo intelectual se encuentra fuertemente atraído, y que
llevaría a efecto sin vacilar si la organización social presente, basada en el
falso principio individualista, no fuera un obstáculo insuperable que, en la
mayoría de los casos, dificultara su ejecución. Y tan verdad es lo que digo,
que hasta en las circunstancias más desfavorables, aun en las condiciones más
críticas, ella se revela, iluminando nuestro camino, ahuyentando las sombras y
anunciando un porvenir mejor. ¿Qué son el budismo y el cristianismo su
imitador, sino la exaltación de este principio, por el cual tantos mártires han
sucumbido y tantos héroes se han sacrificado?
Conocí en el presidio de Ceuta a un
hombre de color llamado Laso, persona ya de edad que, después de haber pasado
la mayor parte de su vida en la esclavitud, se hallaba en la prisión por
haberse puesto de parte de los que proclamaban la independencia y le habían
devuelto la libertad, por irse con los cubanos, en armas contra la dominación
extranjera, por colocarse al lado de la justicia y enfrente de la iniquidad.
Sus cabellos, que ya empezaban a blanquear, su mirada inteligente y bondadosa y
su dulce y reposada palabra hacían en extremo simpática aquella víctima del
egoísmo y la barbarie. Hecho prisionero en las primeros días de la campaña,
pasó de esclavo a presidiario sin haber apenas conocido la libertad. Su salud,
hasta entonces robusta, empezó a resentirse, y una afección intestinal que se
había hecho crónica y le abandonaba al parecer a veces, sin retirarse nunca por
completo, iba minando poco a poco su complexión de una fortaleza admirable. Los
deportados, desde la Península, remitían 125 pesetas mensuales que se empleaban
en mejorar el rancho de sus hermanos presos, y, de cuando en cuando, hacían
remesas de ropa, casi todas de buen uso, que se distribuían entre los más
necesitados. Pero llegaron poco antes del Zanjón (3) unos 200 prisioneros de
guerra, siendo los primeros cubanos venidos en concepto de tales, y aunque
tenían el haber de soldado y debían comer mejor que los confinados, como del
debe al haber siempre hay diferencia, ésta se dejó sentir tanto, que la
alimentación de aquéllos se reducía a un poco de arroz cocido con agua. Se
hallaba entre los recién llegados un hombre de sospechosos antecedentes, a
quien los más miraban con recelo, diciendo que había sido un confidente y que
sin duda por error lo incluyeron con los demás, el cual padecía mucho del
estómago y, careciendo de recursos, había pretendido inútilmente de varios de
los antiguos, que cambiaran su rancho por el suyo; pero llegó el moreno Laso,
(y lo llamó así para que no se confunda con mi compañero y amigo Pablo Pérez de
Laso, que como el primero, también se encontraba con cadena perpetua en
presidio por haber querido para España lo que aquél deseaba para Cuba,
independencia y libertad), y éste, sin tener para nada en cuenta los
antecedentes del que le pedía aquel favor, sin pensar lo que a su salud pudiera
perjudicarle ni el riesgo que corría, padeciendo una enfermedad casi tan grave
como la del otro, y dominando sobre toda otra consideración en su carácter
noble y generoso el deseo de prestar un servicio al infeliz que se lo
demandaba, accedió desde luego, salvando de la muerte a aquel desgraciado a
costa de su vida; porque a los pocos días cayó con un ataque terrible, del que
no debía reponerse más. Al bajar para el hospital se despidió de todos con la
tranquilidad del justo y la resignación del mártir; y a los que con tristeza
nos lamentábamos de lo ocurrido, y dulcemente le reprendíamos por lo que había
hecho, nos contestaba con una sonrisa de suprema bondad. Así concluyó aquel
hombre bueno que tantos agravios había recibido de la humanidad, por la que,
sin embargo, sacrificaba la existencia. Aquel héroe glorioso de color, que se
inmolaba por un hombre de diferente raza y hasta de distintas ideas, pues se
decía había luchado contra el ejército libertador, venía a afirmar el gran
principio de la unidad y solidaridad humana. Para darle todo, no miró el color
de la piel ni apreció la diversidad en las ideas; sólo vio en él un semejante,
y esto fue suficiente. Los que tienen la debilidad de creer que la falta de
materia colorante bajo la piel, constituye una superioridad de raza, que se
comparen con este negro y digan después lo que piensan.
Entre el hombre de color, Maceo,
muerto en defensa de la justicia y el derecho, y los blancos que festejaban su
muerte, ¿de parte de quién estaba la barbarie y de quién la civilización?
He aquí otro caso: viviendo yo en un
pueblo de la provincia de Orán, próximo a la frontera marroquí llamado Nemours,
conocí a una pobre que pedía limosna, casi ciego y con dos criaturas pequeñas:
un niño de cinco años y una niña de uno o poco más, que se llamaban Mojammed y
Aisa (Benito y Jesusa). Un día, al subir de almorzar del único restaurante que
había en la población, la encontré que iba en dirección a un mercado que una
vez por semana se celebraba en las afueras, ante el cual tenía yo que pasar
para ir a ver a un amigo en un chantier de esparto, situado no lejos de dicho
lugar. Al volver por el mismo camino, vi que la argelina salía del mercado y
tomaba la dirección del pueblo. Entonces presencié un espectáculo que, a pesar
del tiempo transcurrido, me parece que estoy contemplando en este momento: ¡de
tal modo quedó impreso en mi imaginación! Cada niño iba comiendo una gran
zanahoria, que la pequeña apenas podía sujetar con ambas manos, por lo que
marchaba con lentitud, y yo, sin saber por qué, contuve igualmente el paso, tal
vez pensando en la desgraciada suerte de aquella infeliz familia, cuando
observé que a nuestra derecha, y sentada en una piedra al borde de la
carretera, se hallaba una mujer con su hijo, tendido sobre sus rodillas, el
cual era tan crecido que llegaba con los pies al suelo, y ambos recordaban al
grupo de la madre hebrea con el hijo muerto colocado en la misma posición, que
con tanta frecuencia se encuentra pintado o esculpido en los templos católicos.
La demacración de los dos era espantosa, pero la del muchacho pasaba ya los
límites de lo natural: bajo aquella piel, ya arrugada y marchita, los huesos
pugnaban por querer salir de su prisión y abrirse camino por todas partes. La
negra miseria que en Europa ocultan los andrajos, allí se presentaba, a la luz
del día, en toda su horrible y gigantesca deformidad. La otra, impresionada
como yo, ante aquel cuadro, se detuvo, y las dos mujeres se contemplaron un
momento. La menos infortunado sacó del pecho la zanahoria que debía constituir
para aquel día, probablemente, todo su alimento, y se la díó a la que consideró
más desgraciada que ella todavía, continuando después tranquilamente la marcha,
interrumpida por un breve instante. Y cuando algunas horas después me dirigía,
como de costumbre, a la playa para tomar un baño, al pasar por el lugar donde
se arrojaba la basura, la encontré, una vez más, comiendo unas cáscaras de
fruta y desperdicios de patatas, que iba recogiendo del suelo, mientras las
criaturas jugaban con unas piedrecitas bajo los rayos paternales de un sol
africano que para una persona no habituada a él pudiera haber sido causa de
congestión y muerte, pero que para ellos, acostumbrados a su influjo y ardor,
era manantial fecundo de salud y de vida. ¡Entonces comprendí la delicadeza de
sentimientos y la bondad suprema y exquisita de aquella heroica y sublime
mujer, que había dado a otra, aun más infeliz todavía, lo único con que contaba
para comer, viniendo después a apagar el hambre con lo que no habían podido
consumir los perros! En las naciones europeas podrán encontrarse personas -y
las hay indudablemente, puesto que han dado su vida por nosotros- tan amantes
de la humanidad y tan penetradas de amor hacia sus semejantes como esta
desventurada africana, pero más no es posible; no se concibe haya quien lleve
más lejos el altruismo y la abnegación. En tanto que yo absorto la miraba, me
parecía que los guijarros sobre que caminaba se convertían en piedras preciosas
y que su tostado rostro adquiría una hermosura y un encanto sobrenatural.
Y bien, si aun en el seno de esta
sociedad envilecida se encuentran seres como el americano y la africana de
quien acabo de ocuparme, ¿podrá decirse con razón que la humanidad por
naturaleza es mala y que todos, en mayor o menor escala, nos hallamos
inclinados a la maldad? Lo contrario es lo verdadero. En el mismo pueblo de
Nemours hay (o por lo menos existía entonces) la bárbara costumbre de prender a
todos los pobres que vienen de Marruecos, y cuando la cárcel está llena de
niños, ancianos, ciegos, mancos, cojos e inútiles de todas las clases, los
sacan, como a un rebaño humano, y conducidos por cuatro o seis soldados
indígenas, que a caballo y con largas varas hacen las veces de pastores, los
llevan hasta la frontera, que se halla a unas siete leguas de allí, dejándolos
abandonados. Algunos, sin embargo volvían para ser expulsados de nuevo; otros
trataban de dirigirse a un país más hospitalario, y los más débiles y
extenuados se morían por los caminos. Lamentándose un zapatero hebreo, amigo
mío, con un soldado árabe de tal iniquidad, al preguntarle si no le daba
lástima de aquellos desgraciados, éste le respondió: "¡No me ha de dar!
¡Se me parte el corazón al ejecutar semejante infamia; pero ¿qué he de hacer?
si me niego a ello me despedirán esos perros y vendré a convertirme en un pobre
más para ser arrojado a mi vez!"
¡Cuántas veces, antes y después, he
oído hacer uso de ese mismo lenguaje a los que en campos y fábricas, cuarteles
y prisiones, se convierten, al parecer voluntariamente, en verdugos de sus
hermanos!
En un orden social basado en la
injusticia y la desigualdad nadie debe ser feliz, y ninguno lo es, en efecto.
La Revolución vendrá a distribuir el bien, la paz y la armonía entre los
habitantes de la tierra, sin tener para nada en cuenta las diferencias de color
y raza, y a hacer que la fraternidad convierta en una familia a todos los
hombres y forme una sola nación de todos los pueblos.
De nosotros, y sólo de nosotros
depende que esto se efectúe al presente o se reserve al porvenir.
Fermín Salvochea
La Contribución de Sangre, de Fermín
Salvochea Álvarez, se publicó por primera vez en 1901 en la biblioteca de la
Revista Blanca.
Fue y es un clásico trabajo
antimilitarista, en él repudia un sistema que obliga al sacrificio de la vida
por unos fines ajenos al bien común.
EDITA: GRUPO ANARQUISTA MALATESTA
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