CUENTO RACIONALISTA: IGUALDAD,
LIBERTAD Y FRATERNIDAD POR ANSELMO LORENZO
Cuentos racionalistas nº2
COLECCIÓN DE CUENTOS RACIONALISTAS
PUBLICADOS POR HUMANIDAD NUEVA
IGUALDAD, LIBERTAD Y FRATERNIDAD
Estos cuentos no van autorizados por
la censura eclesiástica, pero están de acuerdo con el sentido común.
Queridos niños y niñas:
Ahí tenéis el segundo cuento. Como os
prometimos, veréis en él una mínima parte de la realidad en la vida, que ha
ocurrido seguramente muchas veces y ocurrirá, mientras haya clases sociales,
siempre que unos niños buenos quieran seguir un impulso natural y se hallen
frente al obstáculo que les imponga la soberbia de un privilegiado, aunque el
privilegiado sea un padre y un protector.
Palabras y pensamientos leeréis aquí
que os serán desconocidos: preguntad a vuestros amiguitos o a vuestras
amiguitas, a vuestros profesores y también a vuestros padres; con todos los
datos que se os den, resolved con vuestro propio juicio, y al fin hallaréis una
lección en que la verdad y la belleza forman un conjunto artístico, racional,
humano.
Los Profesores.
Redacción de Humanidad Nueva.
Valencia: Septiembre de 1908.
IGUALDAD, LIBERTAD Y FRATERNIDAD
Marina era una niña de ocho años,
bellísima, aunque algo desmedrada; sus grandes ojos miraban siempre a lo lejos,
como si esperasen anhelantes la realización de un deseo vagamente definido, o
la satisfacción de una necesidad imperiosamente sentida. Su rubia cabellera,
hermosa por sí misma, pero descuidada, denunciaba a primera vista la falta de
los cuidados maternales. Su expresión melancólica, impropia de su edad; su
timidez, su indecisión, junto con la pobreza de su vestido, daban clara idea de
que ocupaba ínfimo lugar en la última clase de los desheredados.
Hallábase sentada en las piedras de
unas ruinas, situadas a la entrada de la villa y frente al camino que a ella
conduce, restos de una fortaleza, indicio de que en tiempos pasados, lo mismo
que en los actuales, sometíase la fraternidad humana a la prueba del hierro, y
del fuego.
Diríase que la niña, como flor
desprendida de la planta que le diera vida y belleza, se hallaba desligada de
todo lazo que le uniera a la población que tenía a su espalda, y se disponía a
lanzarse a lo desconocido, vida o muerte, oscilación entre el absurdo y la
injusticia que todavía constituye el mecanismo de las relaciones humanas o
nueva combinación, de las partículas materiales que integraban su ser.
Por el camino venía acercándose un
niño que se dirigía a la ciudad. Todas las gracias naturales de la infancia
resplandecían en aquel nuevo personaje de diez años; belleza enérgicamente
varonil, fisonomía franca y resuelta, elevada estatura y salud exuberante.
Al acercarse a las ruinas el caminante
fijó su atención en la niña, y un vivo sentimiento de simpatía le obligó a pararse
a contemplarla.
—¿Qué haces aquí, niña, —le preguntó.
—¡Llorar! —respondió, exhalando un
suspiro y produciendo una triste y graciosa modulación.
—¿Por qué lloras? —insistió el niño
acercándose y cogiéndole una mano.
—Porque mamá murió hace pocos días, y
un hombre malo me ha despedido de su casa, donde me había refugiado. Ya no
podré comer, no tendré cama para dormir ni quien me asista y habré de morir
sola.
Aquellas palabras pronunciadas con
melancólica sonoridad, análoga al canto de ave plañidera, penetraron en el
corazón del niño, causándole vivísima impresión.
—¿Y tu papá?
—Nunca lo tuve.
La brevedad de de la respuesta y la
rapidez con que fue pronunciada hicieron en el niño el efecto de una
revelación. Era un desgraciado y comprendía lo desgracia. Aquella niña era una
irregular en la sociedad, era lo que suele llamarse una “ilegítima”.
Mas esas distinciones que, en defensa
del privilegio y en nombre del derecho, han hecho los hombres, nada valen ante
la Naturaleza ni frente al sentimiento de justicia, y así, obedeciendo a
natural impulso,
—¿Quieres ser mi hermanita? —dijo el
niño acercándosele más y clavando su mirada en los ojos de la niña.
Una sonrisa de consuelo y esperanza
iluminó el rostro de Marina.
—Yo —continuó el niño— soy también huérfano.
En mi pueblo no me quiere la gente. Me llaman Roberto el Diablo, porque
siendo ellos malos, me obligaban a trabajar más de lo que podía, me
mataban de hambre y yo me rebelaba contra su avaricia. Ahora busco trabajo
mejor con que ganarme la vida.
—¿Y qué harás conmigo si no trabajas,
o si por el trabajo no puedes acompañarme?
—No sé; ya veremos cuando llegue el
caso; lo que sé es que quiero ser tu hermano y ampararte en lo que pueda.
—Pues yo —dijo emocionadísima la niña—
te quiero ya como quería a mi mamá, y te ayudaré en lo que me sea posible.
Por impulso espontáneo e irresistible
los niños se abrazaron y besaron, sellando así aquel bellísimo pacto celebrado
en cumplimiento inconsciente de la ley de la ayuda mutua, que salva y fortalece
a los débiles, en oposición a la llamada ley de la lucha por la existencia, que
debilita y arruina a los soberbios que se sienten tiranos porque se creen
fuertes.
¡Qué cambio tan asombroso! Marina, un
momento antes a punto de sucumbir, tiene ahora ante sí amplísima vía para
seguir el curso de su existencia. Roberto, antes desdeñado por solitario, tiene
una compañera. Imposible determinar quién es el ganancioso en esta unión,
porque más que uno u otro ha ganado la Naturaleza, realizando esa atracción
universal en que toda especie de unidades, infinitamente pequeñas o
infinitamente grandes, se combinan formando cuerpos o entidades superiores.
Marina y Roberto, en posesión de una
íntima y antes desconocida felicidad, se contemplan, hasta que atraídos hacia
la realidad empiezan a determinar el programa de su nueva vida.
—Me parece —dijo Roberto— que no
podemos vivir ni en tu pueblo ni en el mío. A ti en el tuyo te arrojan
negándote pan y casa, a mí en el mío me han querido sujetar como un esclavo.
¡Mala gente! Dejemos tu pueblo a un lado y sigamos el camino. Ya encontraremos
donde vivir. ¿No te parece?
—Como tú quieras —respondió
confiadamente la niña.
Entonces se sentaron, y Roberto,
echando mano a sus provisiones, tomó pan y queso, ofreció una ración a Marina y
él se hizo la suya, y en paz y con inmensa alegría hicieron su primera comida
juntos.
La gente que circulaba admiraba el
bellísimo cuadro. En esto, un automóvil que de lejos venía sonando su bocina,
se acercaba rápidamente, y una maniobra torpe del conductor, llevó a
estrellarse la máquina al pie del asiento de nuestros niños.
El choque fue tremendo, y de sus
resultas, el conductor cayó a un lado, y un niño que conducía, arrojado como
proyectil de catapulta, fue a caer sobre Marina, dando un gran golpe contra una
piedra, siendo en parte atenuado por el cuerpo de la niña.
El niño, herido en la cabeza, quedó
sin sentido. Marina sufrió fuerte contusión, y el conductor hacía esfuerzos
inútiles para levantarse.
Roberto, junto con los transeúntes, se
dedicó al auxilio de las víctimas del accidente, y pronto se presentó un médico
y no tardó en aparecer un coche en que venía un señor de porte distinguido,
papá del niño herido, y dispuso la conducción de su hijo y del conductor a su
casa. Hubo un momento de vacilación respecto de lo que se haría con Marina;
pero al fin, a pesar de las diferencias de clase, triunfó la humanidad, y la
niña fue colocada, en el coche.
Quedaba Roberto, que, habiendo
resultado ileso, no parecía con derecho a acompañar a los heridos, pero invocó
el que le asistía en virtud del pacto recientemente celebrado.
—¡Es mi hermana! —dijo protestando
contra él empujón que le dio brutalmente el cochero para rechazarle.
Y dirigiéndose al señor, añadió:
—No tenemos padres, ni casa, y donde
ella vaya he de ir yo.
El señor mandó que subiera al pescante
con el cochero y el coche se puso en marcha.
En la casa de los ricos pronto se
arregla todo lo que ha de hacerse con dinero, aunque a veces se sufra gran
penuria en todo aquello que se da de balde cuando abundan sentimientos de amor,
de bondad y de justicia.
Pasados pocos días, los siniestrados
se hallaron completamente restablecidos, y la situación de Marina y Roberto
había cambiado favorablemente. Por el pronto, se hallaban bien alimentados y
vestidos, y tenían en la casa derecho de residencia por haber entrado a formar
parte de la servidumbre.
Anselmo, el niño herido, heredero de
un rico aristócrata que veraneaba en una quinta de la comarca, era bondadoso y
agradecido, y considerábase salvado de mortal peligro por la asistencia de
Marina y Roberto en el momento del siniestro.
Enterado además, por la franqueza
infantil, de la fraternidad especial que unía a sus salvadores, quiso también
participar de ella, y considerando que a mayor facilidad corresponde mayor
deber, quiso igualarlos a su condición. ¿Qué dificultad había para ello? ¡Ah!
Una dificultad insuperable presentaba el orgullo de su padre. Pero si el padre
era noble de título, el hijo era noble por sentimiento, y ambas noblezas, una
fuerte por la autoridad y la riqueza, otra débil por la infancia y la
desobediencia, se hallaron frente a frente.
—Papá —dijo un día Anselmo a su padre—
deseo que presentes a mis maestros Marina y Roberto; quiero que se eduquen e
instruyan como yo.
Esta petición desagradó al señor, quien
replicó:
—¿No te basta con que les hayamos
amparado librándoles de la miseria?
—Les tengo por hermanos míos y quiero
igualarlos a mí.
—¡Cómo! ¡esa canalla! ¡Que salgan
inmediatamente de mi casa!
—Papá, les debo la vida.
—Antes me la debes a mí.
—Así lo reconozco, y por lo mismo
deseo fraternizar con ellos.
—¡Estás loco! Eso no puede ser y no
será.
—Pues si no puedo igualarlos a mí,
quiero igualarme a ellos.
Así terminó la entrevista del padre,
noble titular, con el hijo esencialmente noble.
Algunos años después, Roberto obtenía
la mayor distinción en la exposición de pinturas de París. Anselmo era un
distinguido ingeniero, y su esposa Marina criaba y educaba un hijito para la
vida de la libertad y de la igualdad en el seno de la fraternidad humana.
Anselmo Lorenzo.
FIN
Nota. Cada cuento llevará en su
cubierta la fotografía de una escuela racionalista, obteniendo así los lectores
el retrato de las Escuelas Modernas que funcionan en España.
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